La verdad de la vida es que algunas cadenas sirven para
atarnos más y otras están para romperlas y liberarnos. La paradoja, quizás sea,
es cuando tienes que soltar lo que una vez te salvó. Es entonces cuando te
sientes como un pájaro sin nido, libre porque tienes alas pero perdida porque
no sabes donde volver.
Es el pecho ahora el que ya no se emociona porque los
arrullos quedaron atrás y la distancia perdió el compás. Pájaro descarriado,
volando sin rumbo; siguiendo la corriente, como quien sigue el fluir de un río…
cuando antes tenía tan claro el destino; cuando antes sí vibraba en cada trino.
Sin embargo, de esos rescoldos aún resuena el eco. Porque algunos cariños se
impregnaron en tu cuello para siempre, porque algunos amores pían en tu oído
por miedo a que los olvides. Como el
rojo de las amapolas, destiñéndose ante cada invierno. Y, quizás, de ese
olvido nacen los anhelos que te empujan a emprender el vuelo.
Al fin y al cabo todos somos pájaros. Unas veces volamos en
solitario y otras acompañados pero nunca perdemos de vista el horizonte porque
es el que limita aquello que no se puede traspasar, esas cadenas imposibles de
soltar.
Al fin y al cabo la vida sigue estando llena de paradojas.