sábado, 3 de agosto de 2013

INFINITA VENECIA

La primera vez que la vi me di cuenta de que era más bonita que ninguna y lo sabía. Bella, misteriosa y única en el mundo: así es Venecia. Lo mío fue un flechazo a primera vista. Busqué su cobijo huyendo de abrazos rotos, ojos vacíos y labios impenetrables. Frustrado con mi vida sentimental y profesional sentía que el amanecer tenía siempre el mismo tono pálido. Quería intensidad. No me conformaba con buscar nuevos horizontes, quería rozar lo infinito…

Sobre la repisa dejé una nota que decía: “Yo sí quiero Venecia sin ti” y, con una maleta cargada de sueños, me marché.

En un viaje con billete de ida, pero no de vuelta, la exquisita Venecia me ofreció atardeceres únicos. Hay destinos que vienen con un camino predeterminado, sin embargo, hay otros en los que hay que crearlo uno mismo. Ese era mi propósito.

No sé quien encontró a quien, si la ciudad a mi o yo a ella. Me habían dicho que era una ciudad algo enferma, que desprendía mal olor y se inundaba frecuentemente. Mi alma también estaba quebrantada, mi corazón olía a desesperación y mis ojos se encharcaban a cada instante. Estábamos empatados: yo curaría a Venecia y ella me curaría a mí.

Doctor y paciente sobre góndolas que navegan sincronizadas. Así fue como me hice gondolero… Exploraría todas las arterias de la ciudad, recorrería sus vericuetos y examinaría sus órganos. Desde el Gran Canal observaba, a diario, el horizonte. Casi sentía que podía saltar a la inmensidad del firmamento, allá donde las estrellas tienen guardados todos nuestros sueños. Navegaba por los canales al mismo tiempo que volaba con mi corazón, sabía que le estaba dando alas y que ellas me llevarían a mi destino final.

Nunca llegué a saber si la enfermedad de Venecia era tan grave como se decía. Era cierto que tenía síntomas preocupantes: la marea amenazaba con arrasar la ciudad. A pesar de ello su alma estaba impoluta. Observé que la paciente tenía asumida su dolencia y que lejos de amedrentarse la desafiaba constantemente. Valiente, segura de sí misma, soberbia…en un juego entre mareas, Venecia siempre emergía. Si la ciudad perdía alguna vez el pulso al mar no se sentiría perdedora porque poseía la esencia de su alma. Venecia era única, incluso con sus rarezas, y era precisamente esto lo que la hacía diferente y atractiva a los ojos del mundo.

Saqué muchas lecciones en aquellos días. De los turistas aprendí que jamás debemos perder la ilusión y el entusiasmo por la vida. No todos los días podemos ver el atardecer desde una góndola pero sí podemos hacer cada momento único y hacer eternos muchos instantes. Los enamorados me enseñaron que la mejor letra de amor reside en el corazón de cada uno y que hay que ponerle la sintonía correcta, si no chirría. De los venecianos copié el arte de seducir y de ser seducido.

El diagnóstico de ambos estaba claro: amantes de la vida buscan sobrevivir, a pesar de numerosos achaques y contratiempos. Que nada ni nadie intente detenerlos, ni la mafia más peligrosa podrá con ellos. Por sus venas corre la fuerza del agua, esa que no se detiene y busca mares infinitos.

Abandoné la ciudad agradecido y motivado. En mi maleta un título universitario me recordaba que había llegado la hora de tratar a pacientes de carne y hueso. Me encontré a mi mismo en Venecia.

Las alas del avión rozaban ya las estrellas…

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