miércoles, 16 de octubre de 2013

EL TRINO DE LAS AVES

Sobre la mesa de la cocina reposaba la nueva ocurrencia de mi madre: una jaula antigua en la que había introducido tres pequeñas macetas. La jaula pertenecía a mi abuelo y, cuando yo era niña, la recordaba llena de pájaros. Fue rescatada del antiguo desván (de la casa del pueblo) y, ahora, tenía tres nuevos habitantes en su interior: más tranquilos, menos ruidosos, pero igual de coloridos.

Mi primer contacto con la jaula fue bastante inquietante, algo incierto y casi preocupante. En un amago de retroceder al pasado, y a mi niñez, la toqué con ambas manos y el columpio que dormía en su interior comenzó a moverse. Automáticamente mi mente empezó a piar sola, como si el simple contacto físico y visual con la jaula me hubiera conectado espiritualmente con sus antiguos moradores.

El día pasó pero los pájaros no cesaron de piar…

PIO-PIO PIO- PIO PIO-PIO PIO-PIO

… alborotaban mi mente, sacudían mi cuerpo e inquietaban mi espíritu.

Aquella noche soñé con todo tipo de aves: canarios, jilgueros, periquitos… y una jaula que se abría sola.

Desperté sudorosa de mi letargo y bajé a la cocina con las piernas renqueantes, el corazón exaltado y el vello de punta. Los oídos me zumbaban y según me iba aproximando el ruido se tornaba ensordecedor.

PIO-PIO PIO- PIO PIO-PIO PIO-PIO

Abrí la puerta y sentí un punzante escalofrío al contemplar como decenas de pájaros inundaban la estancia. No sólo se limitaban a piar… me contaban sus historias inconclusas, su fatídico regreso al presente y su deseo de descansar en paz.

Parecía que habíamos abierto la puerta del más allá y, ahora, sus almas erraban moribundas por mi cocina. Debía cerrar la conexión con ultratumba, que las almas descansasen y mi espíritu recuperase la paz perdida.

La jaula estaba abierta, el columpio en movimiento y las tres macetas (con su brillante colorido) ajenas al inverosímil espectáculo que acontecía a su alrededor. Me aproximé a ella e introduje la mano. Algo en mi vibró acompasándose con el movimiento del balancín.

Metí la otra mano y noté que las macetas estaban calientes, irradiaban un magnetismo abrumador. Las fui sacando una por una. Cuando tenía la última sobre mi mano el aleteo de un ave me la arrebató.

El suelo de mi cocina se llenó de hojas, tierra y pequeños huesecitos. Y, entonces, fue cuando caí en la cuenta… la tierra que habíamos usado para esas macetas era la que habíamos encontrado en una bolsa de la troje. Alguien enterró -años atrás- a los pequeños pajaritos, esos a los que a día de hoy, habíamos despertado de su sueño eterno. O daba paz a esas almas o mi pacífica existencia se volvería guerra.

El columpio seguía su balanceo. Los huesos incandescentes me quemaban las yemas de los dedos. En mi mente, sin descanso, se repetía:

PIO-PIO PIO- PIO PIO-PIO PIO-PIO


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